Cuando descubres que no has ido jamás a ningún sitio, aún caminas unos pasos más antes de detenerte.
Es el desasosiego el que te inmoviliza, inicialmente. Después, en contra de los cambios de dirección habituales tras la consecución de metas estériles, te rindes.
Es como morir congelado sobre un glaciar abominable de dimensiones eternas, tras haber caminado en círculos, bordeando cortantes y profundos filos de hielo que caen hacia el infinito, creyendo ir más allá de cualquier lugar que hayas pisado antes.
Pero al igual que morir de frío resulta placentero a juzgar por aquellos que lo contaron, ver mis propias huellas por delante de mí resulta, a la vez que confuso, revelador.
Revela que no soy nada especial, más allá de lo que cualquier ser humano es.
Revela que ralentizar el paso, es la mejor forma de ganar tiempo.
Revela que nuestra mente sólo hace círculos, que creerlo o no es cuestión de magnitudes y distanciamiento, hasta el punto de que cualquier rectitud aparente sólo puede reflejar estrechez de miras en el mismo plano donde se elaboran las inquietudes de la vida.
Revela que, a más grande el proyecto y el itinerario, contratiempo mayor.
Es preciso morir allá, en el firme convencimiento de pisar huellas antiguas, para observar la inaudita orquestación geométrica de andares, míos y de mis semejantes, más elocuentes si cabe, cuanto más amplia y lejana es la mirada.
Sea al menos, lo suficiente, como para comprender que todo lugar es punto de partida, y a su vez, punto de llegada.