Garganta de puerto oscuro - Ladera del monte Picacho (Alcalá de los Gazules)Todo aquel que me conoce, sabe que soy hombre de pocas palabras. Y todo aquel que me conoce mejor, sabe que hay ciertos temas de especial trascendencia para mí, sobre los que podría hablar durante años, sin que nadie pudiese hacerme callar.
Trascendencia vital que, en ocasiones y rozando lo absurdo, se antepone a la de mi propia existencia, hasta el punto de llegar a ser ésta considerada como encubridora necesaria de la búsqueda, del desarrollo y la resolución de mis inquietudes; mi vida, como 'tapadera' de mis adentros.
Sin intención alguna de entrar a valorar las ventajas e inconvenientes que este particular 'sentido de la vida' o 'razón de ser', desgraciado en apariencia (incapaz sería a priori) y que ante todo me hace distinguir entre 'el ocaso de la mirada' y 'la mirada del ocaso', me gustaría exponer hoy una historia, acontecida en uno de mis largos paseos por el bosque, en los que -casi siempre- termino por fundirme con la naturaleza.
Llevaba ya casi dos horas caminando entre alcornocales; árboles que daban ya cobijo a un sol especialmente anaranjado, cuando me topé con un hombre de mediana edad que debía proceder del lugar de mi destino. Con un ademán interesado, me invitó a detener la marcha, para dirigirme a continuación la palabra.
Me preguntó sobre el camino que tenía yo a mis espaldas, con la curiosidad de saber si sería capaz de alcanzar su meta, antes que el sol, para no quedarse completamente a oscuras.
Mientras le explicaba la travesía que aún tenía por delante, me llamó la atención la extraordinaria dedicación (casi devoción) con que ambos, nos entregábamos a aquel diálogo.
La conexión era total.
Podía observar cómo cada palabra dirigida a mi interlocutor, producía diminutas ondas sobre el tejido muscular de su rostro, y una mínima variación en el tono empleado, parecía traducirse en descargas eléctricas que alteraban la pronunciación de sus cejas y la amplitud de las cuencas de sus ojos, seguido de una leve sacudida de su cabeza justo allá a donde se dirigía en cada momento la fluctuante frecuencia de mi voz. Entretanto, su mirada era capaz de contrarrestar a la perfección los movimientos de mi cabeza, los de mi cuerpo, y todos los suyos, para converger fielmente en mi entrecejo. En suma, tenía la impresión de estar, por medio de una infinidad de hilos invisibles, apoderándome de sus impulsos, e incluso inaugurando aquella nueva extensión de mi propia musculatura…
No recuerdo qué estaba yo diciendo en aquel momento cuando, de forma repentina, su rostro cristalizó. La tensión acumulada en sus facciones se esfumó paulatinamente durante el transcurso de poco más de un segundo y sus pupilas, coincidentes aún con las mías, se abrieron hacia el infinito, antes de permanecer inmóviles e indiferentes a cuantas interpretaciones gestuales hacía yo mismo de mis propias palabras.
Parecía un embrujo.
Me había abandonado a mí, y conmigo, toda percepción de su realidad externa. Su mente, aprovechando un cruce de caminos, había tomado las riendas de su vida y ya no había presente para él.
Mientras podía observar a cierta distancia cómo el torrente de mi voz continuaba impasible ante tal encantamiento, no pude yo resistirme a realizar ciertos experimentos, con tímidos cabeceos, más y más prolongados cada vez, como péndulo acomplejado ante la pasividad de sus ojos, y cuyo objetivo no era otro que testimoniar la ñoñez de aquella mirada perdida.
Mi descortesía llegó a tal extremo, que me vi situado justo detrás de aquel sujeto, hablándole a un oído y después, al otro; cacheándole sin tocarle, para luego sentir que me alejaba sigilosamente de espaldas, casi bailando, y jugaba a encajar su contorno con el de la espesa arboleda que, más adelante, parecía abrazar el camino.
Las palabras, continuaban resonando a lo lejos sobre aquella silueta a contraluz, solitaria e inmóvil, y hacían eco entre montañas dicromáticas, bajo un cielo perfumado, tardío y sobre todo, solemne, en cuya comprensión, pude apreciar un pliego de la realidad, certificado del creador, que no merece ser descrito aquí.
Y entre palabras exiguas, casi de otro mundo, y justo antes de ver a un Santo bajar del cielo, llegué a percibir una palmadita en el hombro, y el asalto de otras palabras mucho más nítidas, que no habían sido articuladas por mí:
- Eh, oiga, pero… ¿me está escuchando?... se me hace tarde, y quería saber… –
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Aquel día, el rasero de medir mi superación, descendió al nivel de mis limitaciones. En aquel intento desacertado de ser uno con la naturaleza, resulté de nuevo secuestrado y dejé de ser… Quedó a mis ojos demostrado, que el ciego que aprende a ver, comparte aún la misma ceguera que el sano…
…¿me está escuchando?