jueves, 28 de julio de 2011

Hacia ninguna parte


Queridos amigos, aunque desconozco la trascendencia que para vosotros tendrá lo que voy a expresaros a continuación, debéis entender que estoy aquí por algún motivo y otros motivos habrá para tener los amigos que tengo y por los que éstos, de buena voluntad, me dirigen su atención en este momento.

De pequeño siempre me gustaba dibujar cosas al azar con un simple lápiz de la forma más realista posible, hasta donde alcanzaba mi destreza manual y mi capacidad para visualizar las cosas tal y como son, o al menos, tal y como se espera de cualquier ser humano sometido a…

Actualmente me cuesta creerlo y me dan escalofríos cuando descubro que, por aquellos entonces, no tenía la menor idea de cómo yo actuaba, o mejor dicho de cómo… mm… mi mente, actuaba por mí.

Ahora me gusta dibujar flechas.

Flechas que arrastran la atención hacia un abismo de incomprensión, nuestro hogar, justo allá donde los pensamientos tienen el terreno vedado, en la periferia del intelecto, frontera del reino inaudito de la falsedad, y que traspasan la piel que compartimos con quienes creemos ser, hacia aquellos que realmente somos.

En el caos del orden esférico de nuestra mente, todos los pensamientos son curvos, salvo aquel que, por rectilíneo, es extremadamente inútil aquí, pero fértil allá, pues representa un vector que apunta hacia… da igual, hacia fuera.

Y ya acabo mi dibujo.

Ah, se me olvidaba. He de deciros que esta flecha, por ser conscientemente comprendida, me salió torcida, siendo por ello inofensiva, o tal vez todo lo contrario, según se mire.

No busquéis la flecha, porque no la vais a ver.

Ahora no uso lápiz, sino palabras.


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lunes, 4 de julio de 2011

La acusación particular



Cuando por fin puso los pies en la calle, ya había perdido la noción del tiempo, y extraviado incluso el olvido de su verdadera identidad.

– Debe ser el año más corto jamás visto – Pensó, mientras avanzaba a duras penas entre una variada muchedumbre que, aunque sólo fuese colectivamente, parecía dirigirse hacia algún sitio. Ajenos a todo en un rincón, unos niños amontonaban la poca nieve que aún podían rescatar bajo una colorida capa de papelillos de carnaval mezclados con la cera aún caliente de las procesiones, para dar forma a un gracioso muñeco de Navidad, muy bien visto por aquellas fechas.

Tras adentrarse por una ajustada callejuela pudo caminar más desahogado, aunque una colección completa de guirnaldas apenas dejaba al descubierto una porción de cielo nocturno, donde degustar siquiera alguna que otra estrella. Un pasadizo inundado por una agradable brisa que no se dejaba sentir, le condujo a una pequeña plaza, desde la que sólo tuvo que dejarse caer por un angosto callejón peatonal de un solo sentido, para llegar a su destino: “COMISARÍA Nº 7” podía leerse sobre la puerta con letras gruesas, semiocultas bajo unos coloridos macetones sin flores que colgaban del balcón superior.

Nada más entrar, encontró a un guardia sentado junto a la puerta, de aspecto rudo y a la vez relajado.

– Buenas noches, quería poner una denuncia.

Este le contestó de inmediato, sin apartar la vista de una lista interminable de nombres que envolvía toda la mesa y parecía retornar allí de nuevo después de merodear por toda la sala.

– ¿Qué le ha ocurrido?

– Me han secuestrado – Y prosiguió, esta vez ante la mirada atenta del agente.

– Me han tenido mucho tiempo encerrado, y esta misma tarde… he podido escapar.

Al menos media docena de gendarmes ocupaban este primer espacio de la comisaría en mesas adyacentes. Atareados con el fragmento de listado recibido sobre sus pupitres, se afanaban de vez en cuando en anotar algo con letras rojas en el espacio vacío, a la derecha de la columna infinita de nombres que circulaba sin descanso ante sus ojos. A juzgar por la longitud de las grafías, bien pudieran tratarse de más nombres, que debían emparejar con los primeros.

El primer guardia, después de tachar un par de líneas semivacías en la relación recibida de sus compañeros y almacenarla de forma continua en un cesto bajo la mesa, y no sin antes copiarlas al otro extremo de la ristra de papel para enviarlas de nuevo a paseo, se dispuso a reanudar el interrogatorio.

– Por favor, siéntese. Cuéntenos sobre el aspecto de sus captores con el mayor detalle, todo lo que sepa. Así podremos actuar con rapidez.

La trascendencia de un caso tan prometedor acaparaba ya toda la atención de los gendarmes más próximos, interrumpiendo sus labores. En pocos segundos, la curiosidad contagiaría al resto del personal.

– Tengo miedo… mucho miedo. Durante años, me amenazaron repetidamente con acrecentar mi sufrimiento, si en alguna ocasión lograba escapar y delatarles…

– No debe temer nada, tranquilícese. Tal vez no esté a salvo ahí afuera, pero aquí lo estará, sin duda. Por favor, cuénteme, ¿dónde le han retenido?

– Bueno… mmm… – Abriendo completamente los ojos, parecía envalentonarse – Le parecerá un tanto extraño. Durante décadas, he creído estar libre, rodeado de montañas, frondosos bosques… hermosos paisajes… pero solamente en la distancia.

– ¿Cómo dice? ¿Le han tenido secuestrado en el campo?... ¡¿Ha dicho décadas?!

Las miradas se cruzaron ingenuas entre los agentes, entretejiendo un ambiente primero sorpresivo y después, a juzgar por el aspecto normal de la víctima, con tintes festivos…

– Verá, no voy a negar que he tenido libertad de movimientos durante todo este tiempo. Le diré más bien, que sólo fue relativo. Por más que intentaba dirigirme hacia esos parajes inconmensurables que podía divisar en la lejanía, jamás logré alcanzar ninguno de ellos. Es más, finalmente pude averiguar que, en lugar de moverme yo, era siempre el suelo el que avanzaba en sentido contrario al mío – Terminó diciendo, como el que llega exhausto a la meta de un maratón, pero muerto de… no cansancio, sino vergüenza.

En total, entre los gendarmes que permanecían en sus puestos escuchando absortos, mostraban en aquel momento una veintena de dientes, bajo una media sonrisa no exenta de ironía.

La declaración continuó, y durante un largo rato fue testimoniando con todo lujo de detalles su estancia en aquel lugar cada vez más extraño. Cómo descubrió la interminable e inesperada inmovilidad a la que estuvo sometido para acabar finalmente contagiando su quietud al mismísimo suelo. De qué forma, un breve pero intenso golpe de agudeza visual que no merece ser descrito aquí, le llevó de un salto a darse de bruces contra el lejano horizonte tan anhelado…

– Un pliegue – Dijo.

En este momento, la risa, disfrazada de incredulidad y desconcierto, traspasó incluso los límites de este relato.

– Eran dibujos. Estaba rodeado de pinturas murales…

Esto último potenció lo que cada uno de los allí presentes, pensaba en aquel instante. El guardia, levantando una mano en el intento de acallar el tropel creciente de carcajadas, sólo pudo romper su propio silencio, al tomar la palabra con voz algo subida de tono y exageradamente pausada.

– Por favor, dígame. ¿Quién le hizo TODO esto? – Le preguntó, con la misma mirada compasiva con que ahora todos, por fin en silencio, le observaban. El abrupto énfasis al final de la frase, no hacía sino insinuar que a este individuo debió ocurrirle mucho más de lo que textualmente, contaba en la narración de los hechos.

Su primera respuesta fue un gesto negativo, al tiempo que bajaba vergonzosamente la cabeza. Dirigiendo después la mirada hacia una de las cintas plateadas que adornaban la sala formando olas a diferentes alturas sobre la pared, sentenció profusamente en un acto de rendición:

– He sido yo.

El suelo, se mostraba ahora vertiginoso bajo sus pies, y en sus ojos húmedos se reflejaban majestuosas montañas de picos nevados, oscurecidas a contra luz por un sol abatido que descendía solemne entre pequeños cirros anaranjados, hacia el océano. Tan sólo reflejos, en la cruel soledad de un falso mar de esperanzas que comenzaba a desbordarse sin piedad alguna por sus mejillas…


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