viernes, 25 de mayo de 2012

Destino interactivo
























-¿Crees en el mal, Héctor?

Habían transcurrido treinta y siete años, doscientos diez días y ciento ochenta y dos minutos desde que nació, hasta que le formularon esta pregunta por primera vez. Héctor, no sólo conocía la respuesta que debía dar, sino también la forma de hacerlo, porque se había entrenado para ello.

Estaba mirando a la cara de su interlocutora cuando ocurrió. Justo antes y en segundo plano, se había quedado medio absorto en la profundidad azul de sus ojos, y la definición impoluta del contorno de sus párpados.

Su primera reacción fue la inactividad, durante el tiempo justo necesario para poner en marcha, al menos con ciertas garantías, el resto del protocolo establecido.

Calculando con la precisión de un relojero la trascendencia que una cuestión de esta naturaleza podría tener en el contexto de la conversación en la que se encontraba inmerso, se mostró absolutamente real, incluyendo cuantas expresiones de asombro, instrospección y duda exigía la situación en aquel momento.

 -No, por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?- Respondió.

Por dónde se fue el cauce de esta conversación y de este relato, es de total intrascendencia aquí, salvo por el hecho de que la chica lo desvió audazmente, con la mayor rapidez y contundencia.

Ciertamente, Héctor había sido un auténtico incrédulo a la hora de conceder al mal existencia propia más allá de la realidad aparente que le otorga la mera conceptualización bipolar del comportamiento humano.  Y así fue, hasta descubrir un día el cabo que le permitiera desenrollar toda la madeja… del decálogo demonológico.

Primero descubrió que esa bipolaridad conceptual que clasifica el comportamiento como bien o mal intencionado,  no tenía por qué idealizar, necesariamente, la mera noción de maldad como entidad verdadera, desligada de nuestra psique.

El día en que aceptó, frente a la hipótesis más fácil y trivial, la mera posibilidad de que no fuese sino el poder de las tinieblas el promotor de tal ensoñación, sus sentidos se abrieron al abismo más atroz. Llámese realidad o locura sensorial, sobria existencia o profundo delirio, fruto de la más descabellada enajenación mental. En cualquier caso, tal comprensión le otorgó una prodigiosa capacidad extrasensorial para percibir todo flujo de energía oscura emanada por la bestia por excelencia, en cuyas negras fauces, cualquier sombra de las conocidas sería capaz de deslumbrar al más invidente de los ciegos.

Héctor era consciente de que el propósito más inmediato de Luzbel en el mundo está casi cumplido: el de ser tomado por irreal, y acabar recluído en el variopinto mundo ilusorio de las formas mentales. Precisamente allá donde tendrá jamás el terreno presto para echar cimientos.  ¿Qué sostiene mejor el engaño, sino el falso convencimiento de no estar engañado? ¿Por qué si no, son tantos?

Sin embargo, le había descubierto un punto débil, ‘aún’ en la oscuridad: el enredo de sus logros, pagándole así con la misma moneda. ¿Acaso la mentira tiene poder alguno sobre lo falso?, ¿no adquiere significado solamente a través de la verdad?. En este cometido, no había sido suficiente con hacer suya la comprensión y más absoluta convicción acerca de este perverso propósito de Belcebú de ausentarse a las apariencias. Tampoco le bastó la excelencia a la hora de mostrar la más rotunda credibilidad en la exteriorización de su verdad invertida. Estaba además obligado a torcer sus principios voluntariamente, hasta el nivel exigido por el calibre de la amenaza en cuestión.

Sabía que Leviatán dispone de insospechadas herramientas, a cual más sofisticada y capaz, para continuar cavando allá donde quedó interrumpido el trabajo, en aras de avanzar hacia lo más profundo del pozo de tu esencia, husmeando cada rincón con el más cerril de los alientos, hasta acabar con todo atisbo represivo y sacar finalmente… no agua, sino tu alma a pedazos.

En su reiterado afán de mantenerse en guardia, había aprendido a exponerse con naturalidad a sus semejantes, o más bien, a los inquilinos de sus semejantes. Discernía con claridad cada mensaje, y actuaba en consecuencia, sin descuidar jamás al oscuro anfitrión hospedado en su propia casa.

En esta ocasión, como en casi todas, la conversación finalizó con una amable despedida y todos, absolutamente todos, se marcharon satisfechos. Tras la información obtenida, había mucho en lo que trabajar, pero al igual que ocurre de puertas para fuera, no sería la primera vez ni la última, en la que se invirtieran esfuerzos, tiempo y dinero en cantidades astronómicas, perforando en la dirección incorrecta, en busca de petróleo… donde no lo hay.

Tras echar un vistazo al fondo de la oficina, pudo divisar cómo los últimos empleados terminaban de recoger sus enseres para marcharse, salvo la chica. Imnotizada ante su pantalla, parecía leer algo que captaba de sobremanera su atención.

Héctor dió media vuelta y dirigiéndose al frente, tuvo que caminar tan sólo unos pasos para llegar al ascensor. Una vez dentro, pulsó el botón correspondiente de planta baja, once pisos más abajo, y la puerta se cerró. Una voz de autómata femenina, especialmente encantadora, avisó del inminente descenso.

“Bajando”

Aprovechando el trayecto, Héctor se había abandonado a sus recuerdos, repasando mentalmente su catálogo de éxitos y fracasos, en los que siempre llegaba a tener una segunda oportunidad para desviar la estocada de Satán, aunque, como contrapartida, con menor margen de maniobra cada vez.

-No será siempre así- Pensó, mientras clavaba sus ojos en la caída vertiginosa de los números del display.

Recordó entonces las horrendas criaturas que había tenido delante de sí, sus abominables rostros perturbados en la más absoluta desesperación, miradas sumidas en el lamento y mandíbulas desencajadas,  semblantes de dolor exacerbado y nerviosa impaciencia…

Porque Héctor… los veía.

Los discípulos de Lucifer no malgastan esfuerzos para ocultarse ante aquellos que ya los han reconocido. Apoderándose de sus miedos más íntimos, se muestran entonces bajo las formas que más impacto les causan, hasta paralizarlos por el terror.

-El ejército al que me enfrento emplearía métodos insospechados contra mí si llegase a conocer que poseo la llave de su aniquilación. Sin embargo, mi fortín es extremadamente inaccesible y resistente.- Pensó. -Mi secreto no saldrá de ahí, jamás.

Con este pensamiento motivador, sacaba fuerzas de flaqueza para proseguir su camino, cuando… ocurrió.

Esta vez, la tranquilidad le duró tan solo un segundo.

Al sonar de nuevo la voz automática del ascensor, le dio un vuelco el corazón y quedó petrificado del susto, ante lo que le decía su sentido auditivo.

“Se encuentra en la planta baja. Que tenga un buen día”

El tono de voz de la locución ya no era el de antes. De hecho, no era una voz, sino cientos de voces al unísono de enorme profundidad, denotando una maldad abisal, seguidas de un tropel de risas esquizofrénicas capaces de enloquecer a cualquier criatura que careciera incluso de oídos.

Intentando asimilar un choque de tal virulencia emocional, su rostro se inundó de luz. Un haz de rayos sanguinolentos atravesaban la ranura creciente entre las puertas del ascensor, que comenzaban a abrirse.

Mas no era luz, sino maldad proyectada desde el abismo más irracional.

Ante sus ojos, se desataba la locura de un valle descomunal extendido como alfombra hasta el infinito y que partía el horizonte en dos. Por sus hercúleas dimensiones, bien podría tratarse de un océano aquello que ocupaba la hendidura central. Allí podía apreciar entre la bruma, cómo un sin fin de restos de criaturas nauseabundas luchaban azarosas por permanecer a flote entre pestilencias. Bruma, que más bien debiera ser lamento saturado, al límite de la agonía más insoportable.

Y distinguió en la lejanía numerosas huestes que se elevaban sobre el horizonte enrojecido, cabalgando hacia él exaltadas y arrastrando, a saber qué oscura intención, desde el abismo.

Había llegado al infierno.

Tendría entonces que abrir sus entrañas y exhibir hasta la última oquedad de sus adentros para demostrar la pureza de su iniquidad. ¿Dónde habría de custodiar su más preciado tesoro, o lo que quedaba de él? ¿Cómo asegurar siquiera una brizna de llama con la que prenderse, de su propia alma?

Si no había sido él mismo quien reveló su secreto, o cuanto quiso revelar sobre él… ¿Acaso alguien…? ¿Acaso alguien……… lo había hecho?

No, por supuesto.

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5 comentarios:

mj dijo...

Nada hay fuera de nosotros.
Buen relato, no es para hacer de él una sola lectura, contiene matices donde poder recrearse y sacar partido a lo que se dice.

Un abrazo Buscador...

Anónimo dijo...

Hola mi querido amigo! Adoro tu imaginación, me gusta mucho éste tipo de lecturas oscuras y enigmáticas, disfruté muchísimo de tu relato...e inclusive la música de tu blog mientras leía.
Te dejo un fuerte abrazo, buen domingo!

Adriana Alba dijo...

El ascensor en éste relato cobra para mí una especial atención.

Siempre pensé que el cielo y el infierno son estados de consciencia, de nosotros depende donde pulsar el botón.

Cariños amigo Buscador.

P. Milton Paz y Bien dijo...

amigo mio yo volvera a entrar nuevamente para leerte con calma es un relato en el que tiene muchos matices

paz y bien

Buscador de buscadores dijo...

Muchas gracias, amigos, por vuestros enriquecedores comentarios.

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